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Historia de trenes (página 2)



Partes: 1, 2

Hacían su gloriosa aparición las
encopetadas y regordetas gallinas campesinas, tan
antipáticas o aun mas que las señoritas
Gutiérrez, solteronas y bien apreciadas por los caballeros
del pueblo… pero por su dinero, con un
pasado escabroso que involucraba un asesinato, un tal
Márquez Ansizar de Castilla, español
que por esas tierras algún día arribo y
jamás se volvió a saber de el. Las gallinas se
pavoneaban por toda la estación y nadie se atrevía
a espantarlas, eran glamorosas; un día Juan Durango dijo
– Voy a quitarles la antipatía a estas verracas
gallinas en una olla con agua hirviendo
– Aparecían en una danza
celestial ruanas mulliditas de figuras geométricas y
colores altaneros
bailando coquetamente con el viento helado, el aguardiente en
tinajas no podía faltar, tampoco los costales apretados de
panela y guayaba, de tres a cinco "mulas" caprichosas que se
negaban a quitarse de la carrilera del tren, y solo con el pito
del agente de policía Sánchez abandonaban tan
peligroso lugar.

Nunca montábamos en clase
turística, mucho menos en primera; según mi
abuela… Se perdía la magia del viaje.

Subíamos a destajo en los compartimientos
traseros del tren… los de carga.

Empujábamos con fuerza la
puerta metálica haciéndola chirrear, le
hacíamos campo a los bultos de arroz, a la encomienda del
cura Nicolás, a la maquina de coser de las
señoritas Gutiérrez que iba por decima vez al
arreglo y a dos o tres marranos "monos" de mal genio, nos
sentábamos en el borde del vagón con los pies
descalzos hacia afuera, recibíamos el viento frió
en la cara, el pasto crecido alcanzaba hacernos cosquillas en las
plantas de los
pies, a lo lejos las montañas teñidas de
marrón y verde parecían moverse lentamente como
gigantes dormilones, mi abuela cantaba versos de su juventud,
mientras yo juraba que jamás me iría de aquel
lugar… así trascurría el recorrido, era como
si uno se fuera por un ratico de este mundo y tocara el cielo con
los pies.

Un grito desencajado nos jalaba a la fuerza de la
fascinación, el eco invadía los corredores de los
vagones y el ayudante del maquinista cantaba bastante
entonado:

– ¡Palermo! ultima parada.
Paaaalermooo…

Era un completo poema de vida, montarse en ese tren, mi
abuela tenia razón… era mágico.

En Palermo acompañaba a mi abuela a la notaria, a
donde el doctor Ardilla la esperaba con resignación; todas
las semanas mi abuela cambiaba el testamento dependiendo de su
estado de
animo, algunos parientes salían de la lista de buen
aprecio, y otros entraban, recuerdo que un día le dio
tanta ira con mi madre por un problema insignificante que llego a
la notaria, le quito su parte
de la herencia y se la
escrituro a Martin Tapias – A ver si el bobo al fin puede
conocer el mar – dijo con lastima y rabia.

Luego visitábamos a "Tere" la amiga de toda la
vida de mi abuela, había sido docente del colegio
departamental La Merced de Palermo; nunca salió del
pueblo, ya pensionada se dedicaba a regar los enormes helechos
crespos que colgaban de su portal, a recordar mejores tiempos y
tomar aguardiente, ahora que lo recuerdo a la noble señora
Terecita Bermúdez jamás la vi sobria…que
envidia.

En la tarde visitábamos el negocio de propiedad de
la familia
íbamos hacerle auditoria al dependiente, pobre
señor Beltrán siempre salía descuadrado.
"Tejido Marroquín" era un local estrecho donde se
vendían hilos, encajes, lentejuelas, canutillos y telas de
Medellín; por lo menos eso decía mi
abuela…

Entradita la noche cogíamos el ultimo tren a
Cachipay, y enredado en cansancio me dormía con su
mecer.

…Pero el tren no volvió a
pasar.

En una ocasión lo vi; fue por allá en el
sesenta y algo si mi memoria no me
falla, yo debía tener unos dieciséis o diecisiete
años, habíamos abandonado a – San José
de Cachipay – problemas de
la violencia
partidista; que nunca faltaron… época de gamonales
armados y abusivos, cóndores negros, y sangre botada en
las calles y en el atrio de la iglesia.

Jamás he entendido porque la gente que antes era
vecina, amiga, incluso parentela, de un momento a otro se
volvieron drásticos en sus creencias y apreciaciones
adoptando el único camino que no estaba permitido. La
violencia.

Nos vinimos huyendo de la tristeza a la capital.
Vivíamos en la Primavera, un barrio modesto pero tranquilo
al norte de la ciudad… aun nos acompañaba mi
abuela.

Mi casa en la Primavera era inmensa, además
tenía el jardín mas señorial de todos,
porque aquel patio trasero no tenía rejas, ni muros que lo
dividieran, el jardín de mi casa era todo el
mundo.

El patio de mi casa llegaba hasta donde la vista me
alcanzara.

Y para acabarle de sacar brillo a mi retorcido encanto,
la carrilera del tren lo atravesaba, lo veía venir desde
lejos con su movimiento
cadencioso, con su sonido
particular, pito fuerte y rítmico, como el himno de
triunfo que entonan soldados cansados que vuelven de la guerra.

Salía corriendo tropezando con toda clase de
muebles viejos y cachivaches que tenia mi abuela arrumados y
botados por toda la casa; ella jamás se pudo acomodar con
sus cosas, a pesar que el espacio era suficiente; buscaba la
mejor ubicación… no era muy difícil, mi
patio era el mejor de todos los patios… y
esperaba.

En ocasiones venia mi abuela… cuando no hacia
mucho frió, ya estaba muy vieja y un poco enferma – Los
huesos
decía, mientras con las dos manitas arrugadas trataba de
darse calor en las
rodillas; los dos como adolescentes
enamorados cogidos de la mano y envueltos en hermosos recuerdos
de tiempos mejores con el compadre Ernesto "el siete
vidas…" veíamos absortos pasar el tren con todo el
tiempo del
mundo a nuestro favor, casi en cámara lenta.

…Recuerdo que una tarde mientras pasaba el tren,
le dije mientras la miraba como abstraído no se por que
extraño encanto:

– ¿Abuela, A dónde ira?

Ella con una triste sonrisa en la boca que olía a
melancolía me dijo muy despacito – A San José
hijo… A San José –

Me di cuenta que mi abuela extrañaba de un modo
terrible su hacienda en las montañas de Cachipay…
sus corotos de mil formas entre los que se encontraba el asador
de barro cosido, la maquina de escribir "Olivetti" la misma a la
que le faltaba la letra "s" y ella arreglaba en sus escritos con
tinta negra de lapicero y paciencia, la misma donde le
escribía cartas de
amor al
compadre Ernesto, y los pre avisos al dependiente de la tienda de
hilos, la piedra de moler maíz que
siempre mantuvo templada, el arroyo cantor donde mojaba sus
sueños, los acetatos de los hermanos Martínez con
los boleros Cubanos de siempre, extrañaba a su amiga
"Tere" la estación Nuevo Colon, al bobo Tapias que en
ocasiones por hacer algunos mandados mal hechos, le daba varias
monedas, extrañaba profundamente el cielo azul y los
caminos grises, pero más que nada… extrañaba
los paseos en Tren…

…Pero el tren no volvió a
pasar.

…Vine a encontrarlo casi treinta años
después.

Muy lejos del patio de la vieja casa en la Primavera,
muy lejos de Cachipay, muy lejos de la estación Nuevo
Colon, demasiado lejos de mis recuerdos, casi al otro lado del
mundo, de ese mundo especial y maravilloso que había sido
para mi – San José –

Pase angustiado huyendo otros ligeros atardeceres,
inventando nuevos escenarios, nuevos recuerdos, sin querer
olvidar. La vida había pasado muy rápido, mi abuela
se había ido para siempre, había perdido su batalla
con los huesos, y una mañana de mayo le traquearon por
ultima vez; se fue con una sonrisa, y lamentando no haber podido
acercarse de nuevo al notario Ardilla, tenia unas cositas que
arreglar en el testamento, pero ya era muy tarde, había
quedado como quedo y eso fue todo.

Es curioso, pero desde ese día yo no volví
a ser el mismo, sentí que de nuevo la vida me quitaba algo
que era mío, primero San José y años
después mi abuela.

*

Atravesábamos el desierto de Nazaret en la
Guajira, el punto mas extremo al norte de la Virgen de
Pandeazucar, tratando infructuosamente de acomodarme en una
camioneta Ford Hero modelo
89´ de la
organización "Paz Verde" el sol inclemente
y salvaje nunca nos desamparo, con afán nos
dirigíamos a Punta Gallinas, donde habitaban con algunas
dificultades una comunidad
indígena llamada los Nazarenos; descendientes directos de
piratas del
Caribe que establecieron a Punta Gallinas como escondedero y
allí se revolvieron con las indígenas de piel canela,
misteriosas y acarameladas, es por ese curioso fenómeno de
mestizaje que la comunidad de los Nazarenos en la alta Guajira a
diferencia de la raza pura de su especie, son en su gran
mayoría encantadoras morenas de ojos claros, que llaman
noblemente princesas Wayuu.

Nuestro trabajo era
humanitario, y a pesar de lo romántico y aventurero de la
situación, los Wayuu morían de sed, y una radical
solución no se veía a corto plazo.

Cruzábamos veloz el desierto escoltados por
veinte camiones carro – tanques que había prestado
la alcaldía de Riohacha después de mucha rogadera y
una certera amenaza del director de "Paz Verde" en el Caribe;
intentando llegar antes del anochecer, los nativos dicen que las
noches en el desierto, son bravas y místicas, son
embrujadas, son embriagantes y tienen dueño.

…Cuando de repente, sin darme tiempo de acomodo
me vi de frente al tren.

…Había cambiado, era más grande y
pesado… mas largo, menos lento, ya no llevaba gallinas
gordas y engreídas, ni aguardiente pa´ mitigar el
frió, ni panela, ni guayaba, ya no llevaba ruanas
coloridas, ni olor a eucalipto, ya no llevaba marranos "monos",
ni ayudante de maquinista que cantara con acento entonado la
próxima estación… ya no llevaba a mi abuela
en el vagón de carga…

*

Era el tren del Cerrejón, repletico de
Carbon.

…Pero tenía las mismas
características del viejo tren de mis
recuerdos.

Supe que era el tren de Cachipay cuando hizo sonar
frente a mi cara su himno de soldado triunfante que vuelve de la
guerra, un pito fuerte y rítmico que permanecía en
el aire y en el
tiempo.

…Me había reconocido, a pesar del
tiempo.

Entendí que el tren del viejo Cachipay, el tren
de las interminables tardes en la Primavera, el tren con el que
había crecido, no había desaparecido, simplemente
se conservo en otro lugar, esperando con paciencia terminar sus
días, en un sitio apacible.

Lo que ese sabio y cansado tren siempre supo… y
yo vine a entender después de muchos años, es que
las cosas buenas como "El"… Mis recuerdos y mi
abuela.

Son eternos –

*

…Acabo de un bocado su helado, guardo silencio
por un instante, como perdido en su recuerdo, con los ojos
brillantes invadidos de alguna esquiva lagrima que se negaba a
salir, mirando al vació, tratando de traer al presente
algún detalle que se le hubiera escapado.

Luego mientras se levantaba con dificultad sosteniendo
su pierna, me dijo en tono confidencial y misterioso.

– Son los huesos; no estoy seguro hijo, pero
me pareció haber visto aquel viejo tren…
Atravesando lentamente la Villa de los Caballeros de
Usaquén… quien sabe de pronto puede
suceder.

Pero eso… eso es otra historia.

Y se fue dejándome su recuerdo aplastado entre
mis papeles y un helado de Macadamia derretido.

El mío.

 

 

 

 

 

 

Autor:

Jorge E. Valenzuela L.

Partes: 1, 2
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